Se miran, se presienten, se desean, se acarician, se besan, se desnudan,
se respiran, se acuestan, se olfatean, se penetran, se chupan, se demudan,
se adormecen, se despiertan, se iluminan, se codician, se palpan, se fascinan,
se mastican, se gustan, se babean, se confunden, se acoplan, se disgregan,
se aletargan, fallecen, se reintegran, se distienden, se enarcan, se menean,
se retuercen, se estiran, se caldean
Girondo
El presente trabajo pretende ejemplificar la oportunidad que brindan algunas narraciones de ficción como fuentes documentales, para analizar y proponer interpretaciones historiográficas sobre la manera en que las descripciones sensitivas que sus autores (y personajes), ofrecen desde la cotidianidad social; y cómo estas se entretejen para conformar cierta geografía cultural en un pasado que para algunos habitantes de la Ciudad de México tuvo significados muy distintos a los que les atribuimos en la modernidad. Una triple relación propuesta entre geografía cultural, historia sensorial y literatura, pretende abonar a la historia de la conciencia sensorial en la Ciudad; que como toda entidad viva crea con el tiempo significantes distintos, tanto en sus espacios físicos como en las prácticas sociales de sus habitantes.
La propuesta es tratar de reflexionar sobre los diferentes niveles de percepción sensorial y espacial, a partir de la lectura de un par de pasajes en la obra literaria de Lizardi: ‘El periquillo Sarniento’, y cómo estos pudieron contribuir a ordenar su mundo narrativo a partir de olores, sabores texturas y sonidos que en la actualidad no interpretamos lo que olemos, probamos, escuchamos o sentimos, de la misma manera que a inicios de la época independiente. Pero también se pretende llamar a la reflexión sobre ciertas continuidades en la percepción sensorial que nos permiten reconocernos con las situaciones narradas, pues existe cierta convicción de que “los sentidos no se limitan a darle sentido a la vida mediante actos sutiles o violentos de claridad, (sino que) desgarran la realidad en tajadas vibrantes y las reacomodan en un nuevo complejo significativo” (Ackerman, p. 15). Por ello ¿qué mejor recurso para dar una buena mordida a uno de esos tajos de realidad en el pasado, que recurrir a la narrativa picaresca y chispeante de Lizardi? y la sutileza con la que retrata los espacios sensoriales que ofrecían a los habitantes de su ciudad los inicios del siglo XIX.
Los sentidos, los lugares y las fronteras de la conciencia
Las modalidades de comprensión del mundo varían entre culturas y espacios temporales y “Lo más sorprendente no es cómo los sentidos tienden un puente sobre las distancias y las culturas, sino cómo lo hacen sobre el tiempo. Los sentidos nos conectan íntimamente al pasado con una eficiencia que no lograrían nuestras ideas más elaboradas”. (Ackerman, p. 14)
Es común aceptar que nuestra percepción sensorial ha sido controlada por fenómenos evolutivos, íntimamente relacionados con las condiciones físicas y químicas del ambiente que nos rodea, pero ¿Qué tanto podemos saber de la historia sensorial del México independiente?, ¿cuán diferentes fueron los olores de sus espacios de lo que lo son ahora?, ¿qué tan similares pueden llegar a ser nuestras propias percepciones en la modernidad con respecto a otras épocas? Y ¿de qué fuentes historiográficas podríamos echar mano para responder estas preguntas? Pues quizá sea posible que en diferentes espacios temporales se interpreten las sensaciones recibidas de modo diferente pero los mecanismos sensoriales son los mismos y podamos echar mano de esos fenómenos evolutivos para responder algunas de estas preguntas.
En varias ocasiones autoridades civiles y eclesiásticas de la Ciudad de México emprendieron reformas cuyo trasfondo era la imposición de una sensibilidad nueva respecto a las prácticas sociales de la vida cotidiana, particularmente en lo referente a los olores y los sonidos. Como ejemplo de ello podemos citar las reorganizaciones del espacio citadino para que la basura fuera depositadas en las garitas y que los barrios de indios fueran lugares limpios, argumentando que las enfermedades se transmitían por ‘miasmas’ contenidos en el aire y el agua contaminados y malolientes; o la imposición de silencio a los campanarios que tradicionalmente marcaban los tiempos y las rutinas de los habitantes de la Ciudad quienes definitivamente tuvieron que haber desarrollado cierta sensibilidad auditiva y un lenguaje de interpretación muy particular a esos sonidos. (Davalos, 2001)
Por ello no es descabellado afirmar que los personajes de las novelas son tambien usuarios del espacio público, que viven y se adueñan de sus calles, sus plazas, sus centros de intercambio comercial, exigiendo su lugar en el mundo al sentir los mundos sociales en la traza antigua que les tocó percibir e interpretar sensorialmente.
El Periquillo Sarniento
A José Joaquín Eugenio Fernández de Lizardi Gutiérrez (1776-1827), originario de la Ciudad de México se le recuerda especialmente por su Periquillo Sarniento (1816), obra que para muchos se considera como la primera novela hispanoamericana. “El Periquillo de Lizardi fue casi un accidente histórico: la censura de prensa le obligó a suspender la publicación de su periódico didáctico El Pensador Mexicano y a buscar un medio menos estridente para expresar sus opiniones. Con todo, “el Periquillo es una muestra excelente de las ideas de la Ilustración que dominaban en la época” (Skirius, 1982, p.257). Y ofrece una mezcla de entretenimiento y enseñanza” como mosaico social, como documento lingüístico y como epítome de las ideas de la Ilustración en su época, tanto que para Agustín Yáñez, la voz de Fernández de Lizardi, puesta en solfa por el Periquillo Sarniento, su protagonista “clamó urgencias que subsisten sobre el desierto de nuestra conciencia colectiva”, con un estilo casero y familiar en que los dicharachos, chanza y refranes del vulgo sirven de carnada para interesar a un público de lectores que ha trascendido a través del tiempo. Posible razón por la que el autor tuvo que escribir sin afectación ni pedantismo aunque en muchas ocasiones ostenta la erudición del periodista ilustrado, a pesar de su declarada simplicidadidad.
Para efectos de presente nos remitiremos a ciertos pasaje, en el que cuenta Periquillo la bonanza que tuvo y otras cosillas nada ingratas a la curiosidad de los lectores, en uno de ellos Lizardi narra la experiencia de pernocta en un tuquillo de juego y no es difícil imaginar las sensaciones y emociones que el hecho genera en el protagonista de la novela: “no extrañé los saltos de las pulgas y ratas, las chinches, la música de los desentonados ronquidos de los compañeros; el pestifero sahumerio de sus mal digeridos alimentos, el porfiado canto y aleteo de un maldito gallo que estaba en mi cabecera y lo mullido del colchón de tablas”. Llama la atención que no sea el único durmiente en el tugurio, la alusión a la presencia naturalizada de insectos parásitos y roedores asociados a la falta de higiene y transmisión de enfermedades, así como la convivencia con animales de granja al interior de las habitaciones; pero es aún más interesante plantearse las continuidades sensitivas que doscientos años después del episodio anteriormente comentado, nos permiten hacernos esa idea familiar de las sensibilidades experimentadas por el personaje.
En otro de estos pasajes a los que nos referimos, observamos el proceder sobre la autoconciencia de poder adquisitivo o invisibilidad de clase que el Periquillo tiene muy clara y que no dista mucho de la relaciones de clase que podemos observar en la modernidad, no obstante que la estratificación social en la era contemporánea, se ha configurado de maneras diferentes a las referidas en la novela:
“Como el dinero infunde no sé qué extraño orgullo, luego que entré los saludé no con encogimiento como antes, sino con un garbete que parecía natural.
-¡Cómo va, amigo coime?¿Qué hay, camaradas? - les dije.
El y ellos apenas alzaron los ojos al verme, y haciendo un dengue como la dama más afliligranada volvieron a continuar su tarea sin responderme una palabra.
Yo entonces apreté las espuelas del caballo de mi vanidad, y como rabiaba para participarles mi fortuna les dije:
-!Hola¡ ¿Ninguno de ustedes me saluda eh? Pero ni es menester. Gracias a Dios que tengo mucho dinero y no necesito a ninguno de ustedes.”
Queda latente la resistencia a la invisivilidad a la que es sometido por pobre y desarrapado el Periquillo, ese “no te veo” y “no te escucho” para desaparecerte del contexto narrativo, que su condición de clase imponía, quizá similar a la negación social impuesta a la creciente desigualdad de la modernidad capitalista.
La antigua Alcaicería
“Ya a las doce del día no veía yo de hambre, y para más atormentar mi necesidad tuve que pasar por la Alcaicería, donde saben ustedes que hay tantas almuercerías, y como los bocaditos están en las puertas provocando con sus olores el apetito, mi ansioso estómago piaba por soplarse un par de platos de tlemolillo con su pilón de tostaditas fritas; y así hambriento, goloso y desesperado, me entré en un tuquillo indecente que estaba en la misma calle en que había juego de pillaje.” (Lizardi, p.12)
Los ecos del término se remontan a su pertenencia grecolatina caesarea y a su adaptación árabe al-qaysariyya que por influencia morisca derivó al castellano alcaicería, “tal es el caso de la Alcaicería, que dentro del reino nazarí, sólo existió en los centros urbanos de cierta categoría, como por ejemplo Málaga, Almería o Granada” (Castilla), y hace alusión a los pequeños barrios del viejo continente, en donde artesanos y comerciantes dedicaban sus días la venta de la seda entre callejuelas angostas.
A México el término habrá migrado en el proceso de colonización cultural, y me inclino a pensar que logró establecerse como geosímbolo cultural de la actividad cotidiana en el centro de la Ciudad, es decir como unidad espacial estructural y anímica de los habitantes de la Ciudad, quienes encontraron en el comercio el eje central sobre el que giró a lo largo de trescientos años la Colonia Novohispana y que de alguna manera fue base para la capitalización de los actores de la transformación independentista.
La calle de la Alcaicería, hoy llamada 5 de Mayo, se situaba de oriente a poniente y comenzaba a la mitad del Empedradillo, que era el área de jardines e hilera de casas que corrían desde la parte occidental de Catedral, pasando por Plateros hasta Tacuba (Marroquí, 1969, p.108), también era un espacio donde confluyen todas las clases sociales, en el que los personajes de la novela de Lizaldi y los reales habitantes de la Ciudad de México transformaron el paisaje urbano materializado en geosímbolo referencial de la narrativa que nos atañe.
Desde el siglo XVI al menos tres mercados diferentes se ubicaron en el primer cuadro de la Ciudad: el mercado de bastimentos o los « puestos de indios » administrado por los indígenas, el mercado de manufacturas artesanales usadas y nuevas, también conocido como “Baratillo de la Plaza Mayor” y el mercado de productos ultramarinos o “Los cajones de madera” de la Alcaicería. Y es en este sitio en que Periquillo es asaltado abrazadoramente por las sensaciones que describe, y muy probable que por muchas otras que no son signadas en la narración: Los apetitosos olores de las almuercerías, pero también los pestilentes desperdicios de estas misas se debieron entremezclar en el ambiente; Las conversaciones a voces altas e incluso el pregonar de la vendimia, el sonido de los cacharros de cocina, el llamado de las campanas de Catedral cada determinado tiempo; el calorcito de las estufas de leña, la textura del jarro en que el pulque se servía, las bancas y mesas de madera posiblemente ásperas, y obviamente el regusto de los platillos que en estos espacio se mercaban.
Así, la calle de la Alcaicería se vuelve personaje para mostrar el revuelo del escenario social materializado por el contacto directo de los personajes y sus espacios de convivencia cotidiana.
Reflexiones
Quedan (aunque apenas esbozados) los argumentos que pretenden justificar el uso de la novela de costumbres para tratar de establecer lazos sensoriales que nos podrían unir desde la modernidad, con temporalidades más lejanas a nuestra cotidianidad y aún cuando se ha echado mano de analizar la percepción sensorial de personajes de ficción, no debiera esto demeritar su cercanía a la validación historiográfica, pues la recurrencia al concepto de geosímbolo como unidad espacial estructural y anímica de un territorio específico propuesta por Jöel Bonnemaison, dá pie a considerar que las fronteras de la conciencia planteadas en la narrativa novelada, cuentan con referentes de realidad en el contexto sociocultural del que sus autores habitaron y tenían pleno conocimiento.
Si bien el pasado al se ha referido, tuvo significados muy distintos a los que les atribuimos en la modernidad y la configuración del paisaje urbano es por mucho diferente a lo que podemos apreciar en la actualidad los habitantes de la Ciudad; la interpretación sensorial que naturalmente poseemos, permitiría hacernos una idea del modo en que se delimitaban las fronteras de la conciencia de sus habitantes en la cotidianidad local.
Por último y a modo de reflexión muy personal, descubrir la existencia de una antigua Alcaicería en la Ciudad de México, como término y espacio de sincretismo cultural, cuyos antecedentes se remontan incluso a la influencia de lo ocupación Árabe en España y tener la oportunidad (aunque con evidente limitación de fuentes) de poder seguir su rastro, hasta establecer su posible localización histórico-geográfica en un territorio familiar, ha sido una aventura de ejercicio intelectual particularmente significativa.
Referencias
Acevedo, Antonio. La Ciudad de México en la Novela. México, Secretaría de obras y servicios DDF, Ediciones conmemorativas, 1975
Boonnemaison, Jöel. La géographie culturelle. París, Ediciones del comité de trabajos históricos y científicos, 2000
Castilla Brazales, Juan. Andalusíes: la memoria custodiada Vol. II, Junta de Andalucía - Consejo de Cultura, Granada,
Davalos, Marcela. ¿Por qué no doblan las campanas? En: Revista Historias No. 50, sep-dic, 2001
Payno, Manuel. Los bandidos del Río Frío, México, Porrua, 1986
Flores, Enrique. “Lizardi y La Voz o Cuando Los Pericos Mamen.” En: Iberoamericana, Vol. 3, No. 10, 2003
Fernández de Lizardi, José Joaquín. El Periquillo Sarniento, México, Instituto nacional de estudios hiStóricoS de las revoluciones de México, SEP, 2012
Marroquí, J.M. La Ciudad de México, México, Jesús Medina editor, 1969
Skirius, John. “Fernández de Lizardi y Cervantes” En: Nueva Revista de Filología Hispánica, vol. 31, no. 2, 1982